Desde Camboya
Izaro se fue a Camboya. Está visitando a una amiga suya que vive allí desde hace casi un año. Llegó ayer, y hoy he hablado con ella un poco por teléfono.
Lo primero que me dijo fue que le estaba impresionando más de lo que esperaba. Hasta Tailandia el viaje entró dentro de lo conocido; en Camboya aparecen cosas que me cuesta creerle.
No hay asfalto en las calles, por lo que tampoco hay acera. La gente y las motos y todo tipo de vehículos forman una masa uniforme que intenta esquivarse a sí misma. No hay ningún tipo de orden ni semáforos ni nada parecido.
La gente vive en la calle. Se lavan en la calle, comen en la calle, duermen en la calle... Una alemana que conoció allí le comentó que en la India es igual, pero con mucha más gente.
Me cuenta que no ven occidentales. Van caminando y los niños las rodean y las siguen, pidiéndoles dinero, vendiéndoles algo.
Lo primero que vio hoy por la mañana cuando se despertó fue a unos cuantos niños desnutridos trabajando en la calle.
Yo la escucho pero me cuesta creer lo que oigo. Lo comprendo, pero no me lo creo. He visto muchas cosas en la tele, he leído en revistas y periódicos, pero ahora me lo cuenta Izaro. Y todo eso está a sólo unas cuantas horas de vuelo. Está ahí no tan lejos. No tan lejos de la comida que sobró hoy al mediodía, del televisor y el dvd, del ordenador, de los muebles que la gente deja para recoger el tercer lunes de cada mes en el barrio de Salamanca, de la barra de chocolate que me como sin hambre... ¿Quién se puede creer todo esto?
De repente, se me ocurre una palabra: responsabilidad.