lunes, 4 de diciembre de 2006

La alegría de la huerta

Siempre he sido un tío bastante introvertido. La verdad, a veces prefiero estar sólo a estar con gente, y no tengo ningún problema en pasar largas temporadas conmigo mismo. Creo que la gente a veces considera esto como frialdad, y en parte puede que tengan razón. El caso es que parece ser que necesito un poco menos del contacto humano considerado como normal en una sociedad civilizada. No es que cada vez que vea a alguien andando por la misma acera que yo sienta ganas de salir corriendo, o que lleve cascos cuyas conexiones acaban en mi bolsillo (y no en el supuesto mp3) con el único propósito de evitar conversaciones no deseadas, fingiendo estar demasiado concentrado en mi música (inexistente). Nada de eso, el caso es que soy introvertido; y ya está. Pero ésta concepción que siempre he tenido de mí mismo lleva un tiempo desvaneciéndose. Según mi profesora de sociología, la idea que uno tiene de sí mismo está muy influida por la idea que los demás tienen de ti. Como consecuencia muchas veces tendemos a comportarnos de acuerdo a las expectativas que los demás tienen de nosotros. Cuando la idea que los demás tienen de nosotros es diferente a la que nosotros tenemos de nosotros mismos surge un desajuste o disonancia. La primera vez que oí esta idea me gustó; ahora lamentablemente la sufro.
Llevo poco más de un año en el país con el mayor índice de desarrollo humano del mundo, según el informe de la ONU. Para todos aquellos que no estén familiarizados con los informes de Naciones Unidas diré que el país en cuestión es Noruega. Noruega sí, país de fiordos, de trolls y cuna del esquí, flamante estandarte de lo que se considera “el estado del bienestar”. País que todos los años entrega un premio al que considera la persona más pacífica (o que ha hecho más por la paz, no sé muy bien) en el mundo (único Nobel entregado fuera de Suecia). Un país así tiene que haber superado casi todos los problemas. Cuando llegué estaba convencido de que éste era el mejor lugar en el mundo. No se me malinterprete, sigo creyendo que es un país maravilloso, pero ahora mis opiniones tienen matices.
Salí de España con la firme idea de no volver (a vivir) en mucho tiempo. Los jijis jajas, las cañitas, y el buen tiempo no fueron suficiente para retenerme en una ciudad que se me antojaba casi inhabitable. La capital del reino tiene muchas cosas buenas sí, el caso es que yo no encontraba ninguna. La mala hostia de la gente, la caras en el metro, los viajes de hora y media para llegar a cualquier sitio y una que dijo que no a una beca para ir a estudiar fuera (yo era el primero en la lista de espera) provocaron mi huida hacia el norte. “El camino del norte”, primer nombre con que se conoció fuera (en Inglaterra) a un país de vikingos, guerreros feroces que no conocían el miedo. ¿Cómo no iban a correr con ventaja en lugares más al sur, donde existía el día, y donde no había que ir enfundado en gore-tex a todas partes? Ahora entiendo por qué los vikingos se quedaron en Inglaterra, ¡sólo había que ver de dónde venían! Pero dejemos la historia aparte por ahora.
La cuestión es que me iba hacia el norte (más todavía), sin mirar atrás y firmemente convencido de que iba a un lugar mejor. No hablaré aquí de mi primera etapa en este país, en la que llevé una vida de estudiante de intercambio en país extranjero, lo cual supone casi un total aislamiento del país en cuestión (tomen nota los “convencidos” responsables del plan Erasmus, un plan para “integrar estudiantes en el espacio común europeo”). No, justo después fue cuando empezó mi verdadera experiencia noruega.

Para empezar, la gente no habla en el autobús. ¿Cómo van a hablar, si van todos solos?! Sí, la gente va sola por la vida, aunque de esto no me di cuenta hasta que volví a España y noté que le gente iba en grupos, a veces incluso de 4 o 5 personas, ¡y hasta hablaban entre ellos! Cuando uno va en el autobús en Noruega no se escucha nada, pero nada de nada. Lo bueno es que se tarda aproximadamente 20 minutos en llegar al lugar más lejano, y la gente ni te empuja, ni te pisa, ni se te cuela. Otra de las ventajas es que si el autobusero te ve venir corriendo desde lejos no se esfuerza por salir cagando leches lo antes posible, sino que efectivamente te espera, ya que en Noruega la gente no tiene como objetivo joder a los demás, por el simple hecho de joderlos. Hay un libro muy interesante en el que se clasifica a las personas en varios tipos distintos. Según el autor, alguien estúpido es aquel que hace daño a los demás, y en el proceso se hace daño a sí mismo, o bien no obtiene ningún beneficio. El tipo malvado jode a los demás para obtener beneficio para sí, pero el estúpido no sólo no lo obtiene, ¡sino que puede estar jodiéndose a sí mismo! El caso es que los autobuseros noruegos sí que te esperan, y una vez arriba del autobús es poco lo que puedes oír, y si oyes algo es seguro que es algún español, francés o italiano.
En mi primera semana en Noruega asistí a una conferencia dirigida a estudiantes de intercambio en la que la ponente sostenía la siguiente teoría acerca de la supuesta “mala educación” noruega: Cuando un noruego te da un golpe (sin querer, en un atiborrado pasillo de supermercado por ejemplo) no te pide perdón porque: (sólo una de las dos opciones es válida)
1- Es un maleducado y cree que bien te mereces ese pequeño golpe y mil y una hostias en la cara.
2- Como considera que ya ha violado lo suficiente tu esfera íntima con el susodicho golpe (el cual se “sobreentiende” que no ha sido intencionado), no quiere molestarte más con un simple “perdón”, que en términos noruegos equivale a en España entrar en la casa de un completo desconocido, sentarte en la mesa y exigir una tortilla para cenar.

Pues bien, la ponente nos quería convencer a todos, atónitos estudiantes del sur (cualquier lugar es al sur en Noruega) de que la respuesta correcta era la número 2. Ahí queda eso.
Volviendo a la disonancia, ¿por qué mi idea de mí mismo se estaba viniendo abajo? La idea que tenía de mí mismo se venía abajo porque yo, un tipo frío e introvertido en España, era en éste país un tío simpático. Hablaba en el autobús, decía perdón si tropezaba con alguien, y en general tenía una actitud amable hacia los demás. El simple hecho de decir “Hola” por las mañanas en mi lugar de trabajo parecía considerarse un detalle. Como resultado, la imagen de mí mismo que tantos años de comportarme como un subnormal me había costado construir se estaba viniendo abajo. Yo, que quería seguir siendo ese tío frío y misterioso, ese Clint Eastwood de barrio, me estaba convirtiendo en una especie de “majete”, un tío simpático; la alegría de la huerta. De nada valía ahondar en mis hábitos antisociales, para ellos mirar a la cara a alguien con quien compartes 8 horas diarias en una misma habitación era suficiente. Suficiente es musitar un “Buenos días” a las 9 de la mañana, y un “Hasta luego” a las 5 de la tarde, sin entre medias tener ni el más mínimo intercambio verbal con un compañero que está a menos de medio metro tuyo. ¡Pero si hasta yo me moría por hablar, yo, que fingía que miraba el reloj cada vez que me cruzaba con un conocido en la calle! Ahora era yo el que ansiaba contacto humano, el que buscaba cualquier excusa para hablar sobre lo que fuese, el tipo simpático y extrovertido. La frialdad escandinava, de manido tópico, se convertía en fría realidad. Bueno, a lo mejor exagero, la verdad es que además de introvertido siempre he sido un tío bastante exagerado.

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